septiembre 22, 2010

Lo que traen los domingos

Eran más de las ocho y las cobijas se volvían toneladas, los párpados persianas oxidadas, los bostezos arengas silenciosas. Nunca los domingos fueron hechos para mí, empezando por las razones que lo precedían, banales razones. El sábado que no conoce de límites y la noche del mismo día que es como el gran agujero negro, un evento espacio temporal que evacua a la mañana siguiente. Entonces volvemos al domingo, la vitrina de hechos que se niegan a desaparecer, el trampolín hacia la piscina desocupada, el hachazo virtual en la cabeza y la resequedad excesiva de los labios.

Ese mañana llovía copiosamente, lo supe por las gotas que chocaban contra el cristal de la ventana cerca de la cabecera, no hacía frio pero no me atrevía a sacar más de la cabeza de entre las cobijas dispuestas, sobre mi, como capullo. Los ruidos en la cocina, al otro lado de la pared, no me importaron al principio, no mientras llegó la aromatización del guiso de cebollas con tomate. Con un olor así es imposible retomar el sueño. La pregunta fundamental no era otra de ¿quién carajos prepara algo en la cocina? Me levanté todavía con los efectos nocivos de la noche del sábado, claro, antes precipité bastante agua residual de un color extraño, incluso preocupante para mi; el olor penetrante de la urea, en todo caso, a esas horas, era normal. Llegué a la cocina y allí estaba ella, la chica de la sonrisa exprés y que si mal no recordaba se llamaba Clara. ¿Un tinto? - dijo la intrusa que debió abusar de mi promiscuidad. Sin azúcar, por favor -conteste con una seguridad engañosa, o por lo menos con la sensación. ¡Siéntate que pronto estarán los huevos pericos; haber si son tan buenos! Me senté obediente, más por el hambre repentina que por su voz de mando.

Hablé lo estricto y ella habló más de lo debido, pero no me importó, aunque eso y la seguridad que me inspiraban sus silabas folclóricas me llenaron de un vértigo desconocido. Sabía que en algún momento se marcharía, pero la idea se diluía en el chocolate, algo dulce para mi gusto. No entendía por qué, mientras su cuerpo oloroso, representado por sus piernas que se movían y me tocaban debajo de la pequeña mesita, hacia cuentas y cálculos; alguna promesa debería estar gestándose en mi cabeza, alguna forma para asegurarme que no se marcharía, o que regresará pronto.


septiembre 18, 2010

Dia del amor y la....

Y asi, mientras cariñosamente masajeaba sus pies, de la forma como ella le gustaba y reclamaba en la noches de los sábados, cuando la pesada carga de la semana tenía un descanzo, él, con su sonrisa de niño extraviado, sus ojos enmarcados en sus enormes gafas, ultimaba los detalles finales del asesinato...

Feliz dia Amigos Bloggeros.

Carretero en transito

Las ventas estaban flojas ese día, en tanto, alimentándose con la mercancía, ya que no había un peso para comprar algo diferente, se había sentado a unos metros de la carreta, debajo de la sombra refrescante de un almendro enorme, un hombre que ofrecía a diario las frutas en cosecha, esta vez los aguacates como una fina margarina dulce, verdes frutos amontonados en una pirámide a escala de la pobreza, en las calles de la vieja y solitaria Villa de Amaral, cerca del puente del centenario y esperando algún bus intermunicipal, compradores ocasionales, tiempos mejores. El calor pegaba de lleno en ese medio día, normal en estos meses de vientos, cuando las nubes se van hacia el norte a darle a los ríos el caudal que los enfurece, por eso no es extraño, aún con las brazas que simulan ser piedras, que los ríos se crezcan hasta llevarse las chozas.  

Al comprobar que era inútil su espera, ya pasados a mejor vida tres aguacates, se acostó en el prado seco y mutilado de las riveras del rio Magdalena: un enorme contaminado que es como la vena cava superior de un país desangrado. Las preguntas, las mismas de siempre, lo acompañan en esa actividad que no es un descanso, es más una tortura, ya que "para pensar profundo se necesita dinero y tener el estómago lleno" diría una noche frente a la hornilla de las arepas. Así, tendido, al ver las hojas maduras, con el tono naranja, no le figuran un tono de las nubes en las tardes de ese agosto de calor infernal, sino que le recuerda su infancia que como si fuera un cuento incompleto, pasando mentalmente las hojas de un libro olvidado en un cajón del tiempo cuyas paginas no cuentan historias sino que exhiben planas, frases repetidas, y como el mismo diría "una historia que no da si quiera para un párrafo"

septiembre 17, 2010

Administración de la locura

A veces la vida se me pasa rápido. Su velocidad no encuentra resistencia a pesar que los misterios ondulan la autopista; acaso ni los reductores de velocidad, ni los policías acostados, ninguno puede contener sus llantas de goma inmaterial.

Otros tantos restos de la jornada pienso en ella. Como la clara de huevo, el blanco que antes del fuego fue una sustancia translucida o como el crujido de una madera, de una lamina de un piso viejo, en un segundo piso, que avisa quien camina por ahí.

Pero en las tardes la locura espera intranquila. Una locomotora que sin riel se pierde por el bosque, llevándose los arboles abajo, descubriendo el suelo húmedo y negro lleno de hojarasca en descomposición.