enero 21, 2011

Mucho menos que woodstock

  Ojalá me sirviera de transporte una canción de The Cure  como lo hace una de Fania All Stars. Que una canción como Lullaby  me llevará a los lugares que me lleva por ejemplo Viva tirado. Imposible. Es una imposición inextricable, una de tantas, como la familia, el nombre y la nacionalidad. Es una cicatriz que disimulo. Me consuelo al no ser el único, ni el más patético. Por ejemplo, ver a muchos costeños, Cartageneros para ser exactos, metidos en pantalones entubados, botas militares y con la camiseta del estampado clásico Fear of the Dark de Iron Maden . Increible, ver a mi amigo  Checho, después de la agitación frenética de su larga cabellera hirsuta, buscar, con mi complacencia, una rocola clandestina, impensable para el  gueto, donde escuchar aquel vallenato  que le dedicó la Chechi, una ex novia no superada. Escucharlo repetir la letra, ¡y con acento!, con una pasión similar o mayor a las, pobremente pronunciadas, del miedo a la oscuridad.



  La conclusión es sencilla, hay música que puede llenarnos de recuerdos, de sensaciones, pero que fue impuesta, huir es  un acto improductivo. He querido purificarme a caudales de Rock and Roll, pero allí sigue lo guapachoso y rabalero. Soy tan “eso” que imposible distanciarme. Los pocos recuerdos que arropan deliciosos rips de guitarra Gipson Les Paul, son tan pocos y insustanciales que igual los recuerdo con olor a cigarrillo. Otros activantes más: los olores y  los sabores. Desgracia insostenible, porque no pasará una frijolada que no me devuelva a las tardes después del colegio, a los parches de Nintendo 64 y las eternas sesiones de billar. Todo por la loción barata del cocinado de frijol…me perseguirá mi vena popular, aunque los frijoles seguirán siendo el amor de  mi vida.

  Recordar el sonido de la salsa en los octubres acostumbrados. La llegada de los camiones de carga. El movimiento de los coteros llevando en sus espaldas los bultos, haciendo de equilibristas por bastidores angostos de madera mientras descendían de las cabinas repletas de mercancía. Los bafles gigantes, de esos de 2400 watts cada uno, que instalaba mi padre cerca de las bodegas, desde muy temprano, sirviendo como despertador para todos los jornaleros que venían desde Caimito, Cisneros, Pandeamil, la gran Santiago y hasta de Buenaventura, las familias enteras. Sonaba la salsa 24 horas. Recordar los septiembres del preámbulo, los tres hermanos desyerbando el lote de los acomodados, como le decía mi madre, más hecho de su humor Nariñense, que del relativo, para el resto de la nación, de la palabreja “acomodado”, donde en cuestion de horas florecían las casuchas de guadua y palma, las carpas de plástico o simplemente las esteras de paja. Dejabamos la superficie prolija de quicuyo,  como la cancha del Pascual Guerreo. Igual nos servía para partidos de futbol, contra los negros de Padeamil, casi invencibles, más razón para no dejar de apostarles. Hacíamos equipo con los de Santiago, que nunca se abrumaban de la pata brava ni de la falta de árbitro.

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