Eran más de las ocho y las cobijas se volvían toneladas, los párpados persianas oxidadas, los bostezos arengas silenciosas. Nunca los domingos fueron hechos para mí, empezando por las razones que lo precedían, banales razones. El sábado que no conoce de límites y la noche del mismo día que es como el gran agujero negro, un evento espacio temporal que evacua a la mañana siguiente. Entonces volvemos al domingo, la vitrina de hechos que se niegan a desaparecer, el trampolín hacia la piscina desocupada, el hachazo virtual en la cabeza y la resequedad excesiva de los labios.
Ese mañana llovía copiosamente, lo supe por las gotas que chocaban contra el cristal de la ventana cerca de la cabecera, no hacía frio pero no me atrevía a sacar más de la cabeza de entre las cobijas dispuestas, sobre mi, como capullo. Los ruidos en la cocina, al otro lado de la pared, no me importaron al principio, no mientras llegó la aromatización del guiso de cebollas con tomate. Con un olor así es imposible retomar el sueño. La pregunta fundamental no era otra de ¿quién carajos prepara algo en la cocina? Me levanté todavía con los efectos nocivos de la noche del sábado, claro, antes precipité bastante agua residual de un color extraño, incluso preocupante para mi; el olor penetrante de la urea, en todo caso, a esas horas, era normal. Llegué a la cocina y allí estaba ella, la chica de la sonrisa exprés y que si mal no recordaba se llamaba Clara. ¿Un tinto? - dijo la intrusa que debió abusar de mi promiscuidad. Sin azúcar, por favor -conteste con una seguridad engañosa, o por lo menos con la sensación. ¡Siéntate que pronto estarán los huevos pericos; haber si son tan buenos! Me senté obediente, más por el hambre repentina que por su voz de mando.
Hablé lo estricto y ella habló más de lo debido, pero no me importó, aunque eso y la seguridad que me inspiraban sus silabas folclóricas me llenaron de un vértigo desconocido. Sabía que en algún momento se marcharía, pero la idea se diluía en el chocolate, algo dulce para mi gusto. No entendía por qué, mientras su cuerpo oloroso, representado por sus piernas que se movían y me tocaban debajo de la pequeña mesita, hacia cuentas y cálculos; alguna promesa debería estar gestándose en mi cabeza, alguna forma para asegurarme que no se marcharía, o que regresará pronto.