octubre 09, 2010

Rastros

Lo habíamos seguido desde el pasado lunes, uno de los día que elegían los superiores para las pesquisas. Nada extrañaría que un lunes nos despidieran, o mejor, nos mandaran a matar; si me pusieran a elegir (algo que nunca ha sido siquiera contemplado) me gustaría que me descargaran dos tiros en la cabeza, con lo ojos vendados, sentado en una de las sillas que elegimos en los interrogatorios y que para nada son cómodas, como quien quiere viajar en su último y más importante viaje en un asiento, en una ubicación, de tercera categoría. En fin, habíamos pasado las noches en un automóvil desvencijado, comiendo lo poco que arrojaba la calle del centenario, plagada de bodegas y soledad. El tipo aquel, algo menesteroso para ser un pez gordo, llegaba a horas puntuales en una camioneta Ford roja 85, pasaba frente a los otros vehículos estacionados frente a uno de los edificios abandonados, siempre fumando, nunca deprisa y se metía en una de las puertas a medio poner que suponían una guarida espantosa. El teléfono estaba chuzado desde hace meses, pero, o bien adivinaba intervenciones o es que no tenia en las palabras algo que emparentar. Algunos sapos había desaparecido y los informes últimos no eran más que insultos a nuestra suspicacia. De hecho, a menos de unas pistas casuales, el hombre flaco de aspecto descuidado, debería ser un camionero cualquiera.

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