Imaginaste el paisaje aquel, contenido en la instantánea de la vieja polaroid, lo viste, lo deseaste, mucho antes de que el obturador hiciera de las suyas. Recuerdo que cuando viste la imagen surgir como fantasma sonreíste malvada por tener el poder natural de atraer con la imaginación hasta lo más ridículos momentos. De vez en cuando saco la fotografía de una caja decorada, de tantas que dejaste esparcidas por la casa de los viejos, y veo aquel potrero greñudo, las montañas en monotonía de los cafetales y, sobre todo, aquel árbol de guayaba donde balanceabas las piernas colgada en una de las ramas. La imagen no está muy enfocada, parece ser que la única parte nítida son algunas ramas secas, cerca de tus hombros desnudos.
Fue en pascuas donde atrajiste la cafetera. Nunca hicimos de mormones con el asunto del café aunque odiábamos por igual la religión como los cafés de greca; definidos precisamente como los hijos de la gran puta. Pero ni siquiera las palabrotas arruinaban los gestos de mujer educada. Fue un viernes, cansados de la mezcla indefinible de agua de panela y café, servida a todas horas en la casa de los abuelos que nos llevo a reclamar los hedores, menos farsantes, del destilado grecario; ¡así estaríamos de desesperados! Y fue cuando cerraste los ojos para pedir, como en trance, una cafetera, artículo imposible en el reino de la gran puta. Pensé que allí quedaría, y para siempre, toda esa palabrería tuya de los libros de auto-ayuda; tal vez sería la tumba de ese tema inacabable de la "visualización" y "del universo conspirando" Debo reconocer que estuve a punto de creer en toda esa basura seudocientífica y más aún con la aparición milagrosa del aparato dentro de uno de los carros de cachivaches, único, olvidado, pero funcional.