noviembre 22, 2010

Lord Eward I

Se abrió la puerta y debió ser Henry, el cuidandero, quien miraba sin norte desde el interior de la casa. Sus ojos no alcanzaban el cenit desde los nueve años, edad en la que, siguiendo a su padre como un remordimiento, inició los difíciles rudimentos del oficio de un mayordomo; nunca dejó de ser un poco ensimismado, en feliz retraimiento, a pesar de que su padre le repitiera a diario que la potestad de su señor se mide por la soberbia del mayordomo.

Había noticas de él en la ciudad, en los cafés del centro, en los que aterrizaban como murciélagos los mayordomos de las casas vecinas, las amas de llaves, los conductores y el personal de la cocina, pasada la tardecita de los domingos, cuando los condes despedían temprano al personal, algunos como un recurso de sana soledad y todos, sin remedio, como obligación legal. En realidad, eran menos las tasas de café que las copas de ron o las botellas de vino barato que nunca alcanzaban, mediada la cortesía de los propietarios –también ricos comerciantes de alucinógenos – como el combustible para sacar los secretos de sus mejores clientes.

¿Qué desea el señor? – pregunto con una voz ronca de matiz metálico.

Necesito a Robert – contesto con serenidad el hombre que curiosamente revisaba el brillo de sus zapatos.

El señor Robert no está en condiciones de atenderlo por el momento –dijo sin verle a los a los ojos- si gusta puede dejar su mensaje que yo le haré llegar a prontitud.

A la sugerencia le siguió un minuto no tan silencioso, tal vez por el efecto del ladrido de los perros.

Dígale que Edward está esperándolo- continuó el visitante quien, mientras, se sacaba uno de los guantes blancos- dígaselo, seguro que saldrá a mi encuentro.

Discúlpeme pero no lo creo. El señor Robert se encuentra en su dormitorio, como todos los sábados en la mañana, y, si no ha salido para las nueve, es posible que no salga en todo el día.

¿No cree que deba ser un arrebato de soledad?- Dijo Edward ya con las manos libres -Las personas famosas sufren de eso Henry – y la mirada del cuidandero se poso en él por primera vez, quizás por mencionar un nombre, casi en desuso- pero no hay problema, acérqueme a su puerta y ya verá como después de una pequeña conversación retoma ese cándido humor por el cual le tenemos tanto cariño.

En un acto de vandalismo, para la época, le puso la mano izquierda sobre el hombro correspondiente, que todavía erraba en la puerta entre abierta y lo miro fijamente mientras se acercaba mas a su rostro sorprendido. Con una voz más baja, casi susurrante, dijo ahora, seguro de impedir un probable portazo en la cara con la punta del zapato negro inmaculado, debida inclinación, en milisegundos, para corroborar que el brillo permanecía. La orden fue precisa: “Deseará no haberme enfadado…hagamos esto pacíficamente”

No creo que sea el indicado para decírselo o para comprobarlo, pues puedo ver en usted a una persona astuta - le decía con un tono militar, ya dentro de la casa, mirando para todos los lados posibles y casi empujando a Henry - lo único que puedo decirle es que, para el día de hoy, ese encierro es a causa mía. Dígale que soy el amigo Edward y que estoy aquí para esperarlo en el estudio. Pero que mi espera no será perpetua y se reduce a la caducidad del día; y si es preciso, con toda la vergüenza que para el significa, echará la puerta abajo y eso –su jefe lo sabe muy bien- no es una exageración.

Henry obedeció.

Dígame Henry – le dijo mientras se acomodaba en el sillón enorme de cuero sin pliegues, a donde lo había llevado antes de subir con el mensaje - ¿Qué hace usted para ponerle emoción a su vida? Todos necesitamos de una actividad, un incentivo, donde sentirnos arrebatados por el triunfo, por el vértigo. Algunos practican un deporte, otros invierten en la bolsa, crean o perfeccionan negocios, algunos, incluidos su ex – jefe, prefieren el juego.

1 comentario:

Camila García dijo...

Me gusta tu estilo de narrar, éste escrito me recuerda "Los restos del día".