junio 18, 2010

Nuevas pestes

Desecante la muerte viene

Las rosas del jardin se convirtieron en rollos de petalos negros cuando la nube espesa pasó sobre ellas. La nube peregrina había ya devastado los jardines principales del castillo y no había dejado planta viva, hasta los enormes robles de la entrada, en dos perfectas lineas que acompañaban la via desde el enorme portón metálico hasta los jardines bajos, que consistian en un cesped diminuto y sempervirente, con algunas islas globosas de rosas de petalos grandes, se habian achicharrado como si hubieran sido víctimas de un incendio incontrolable. Un jardín interior, que adorna una fuente de dos niveles, con caballos y guerreros, con leones de aliento chorrenante y algunos ángeles, es el lugar por el cual la nube cruzaba con su lentitud mortífera y que se observaba en plenitud desde las ventanas de los cuartos del edificio contiguo, donde un niño, sin atender las recomendaciones de la institutriz, miraba por entre las cortinas.

La señora Melendez, una señora gordita de aspecto religioso, escuchaba en la radio el último parte de víctimas. El aparato desgastado estaba sobre una comoda, de las seis, que los niños compartian dentro del enorme cuarto. Con los ojos cerrados, la señora Melendez, sentada junto a los niños rodeando la radio, algunos sentados en el piso, otros en las camas próximas, que se alineaban contra las ventanas, oraba acompañada de las fragiles pero audibles voces y no podía ver al joven Ulises mirando cada vez más interesado por la ventana con una sonrisa en su pequeña boca, tocando el cristal donde la nube empezaba a apretujarse, parecía atender como, desde afuera, recababa el sonido tormentoso de un trueno a media voz y lo convencia del todo; entre tanto, el vapor rodeaba los ventanales, como si buscara una hendidura; tal vez sintiendo la vida palpitar del otro lado.

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