noviembre 30, 2010

Tiempo de regresar


Mirar por la ventana, componer con las imágenes en movimiento. Tantos potreros y manchas blancas que, por el contraste con negro, podrían ser vacas o algún cromo repetido de los llanos, aunque con la velocidad del autobús es poco lo que se diferencia. Podrían ser fantasmas, un vínculo con los tal vez. Ni las montañas, que volvería a encontrar, por la escases en la planicie, que con su tamaño geográfico le sirven de aliciente, sin el ahogo repentino de un concepto arcaico, ese de que la tierra es plana y en lontananza espera un abismo, caída perpetua. Jerónimo, al que seguían las garzas caminaba por la rivera del rio con la canasta llena de pescados, mientras recordaba, él, un proverbial amaestrador de aves silvestres a las que compensaba con pequeños peces plateados que pescaba con un costal de fique, en los meandros del Vaupés, el día en que bajo de la cordillera oriental con sus padres adoptivos, nunca como ayer, nunca como hoy, en la silla del autobús de regreso, imaginó que la costumbre es tan buena maestra, tanto para la supervivencia como para el olvido. Ya se sorprenderá, de nuevo, con los cafetales y las serpenteantes carreteras destapadas, tanto o más que con las sabanas inundables, las plantaciones de palma y la sensación de libertad.

La imagen fue tomada del blog EL Extranjero: http://vincent-el-extranjero.blogspot.com/2010/11/mi-horizonte.html

noviembre 25, 2010

Vimos caer las hojas

El jardín lo había regado sin prisa. Algo del purpura de las flores preferidas seguía entre los verdes lustrosos; el tiempo de la florescencia había pasado y de eso los pétalos descoloridos, las hojas secas y las arrugas cerca de los ojos grandes e insinuantes podrían dar una señal. Pasaba las mañanas entre los restos de la familia, alguna novela mexicana y los manuales de bricolaje para señores. Sin un hombre, los arreglos más sencillos pasaron a ser un reto, aunque nada que un buen libro no pudiera enseñar. Las fotografías amontonadas en cuanta mesita o superficie libre, le habían llenado de rostros conocidos y sonrisas puestas la amplia, saturada y solitaria casa de dos plantas. Algunos de los cojines de los sillones tenían cortadas irregulares que descubrían el color a espuma sintética ya que los gratos se aburrieron de destrozar las alfombras y las patas de los muebles que, aunque en ruinas, seguían con la limpieza rutinaria de los tiempos de la familia. Carmenza Duran, Carmencita, nunca dejaría de regar los crisantemos, cada tercer día en la tarde, ni abandonaría la casa por muy grande que le quedara, porque el recuerdo de los suyos es lo único rescatable dentro de los numerosos cuartos, las paredes empapeladas y de su vida en marchitez.

Reseña

En un libro titulado “las vísperas de la decadencia” Laura Edwards, resume, de manera magistral las razones del porque levantarse en las mañanas mismas –días anteriores a los hechos- son ante todo una mezcla entre aburrimiento, pesadumbre, anacronismo y dolores abdominales. Sin duda, las aproximaciones al mal de perro, descrito en otros de sus libros, en donde lo describe como la insoportable sensación de malparidismo, respaldan la tesis de que antes del guayabo de una parranda vallenata el cuerpo describe una especie de adivinización, trayéndonos el futuro malestar de los tragos horas antes de la ingesta del alcohol. ¿Interesante, no? Pero absurdo. Lo cierto es que Laura, caribeña de nacimiento, pero con sangre europea, con las vísperas, quiere de una vez por todas identificarse con la peor de las causas, la de un nacionalismo improductivo, de pertenecer a un país y a una región ajena a su estirpe de ingleses flemáticos y sin ritmo para el folklor costero. Lastima. Porque entre alguno de esos párrafos inmaculados aparecen chispazos de novedad, con la que quiero cerrar la reseña del libro de la semana: “Eche, será aceptar que nadie se muere en la víspera”

noviembre 22, 2010

Lord Eward I

Se abrió la puerta y debió ser Henry, el cuidandero, quien miraba sin norte desde el interior de la casa. Sus ojos no alcanzaban el cenit desde los nueve años, edad en la que, siguiendo a su padre como un remordimiento, inició los difíciles rudimentos del oficio de un mayordomo; nunca dejó de ser un poco ensimismado, en feliz retraimiento, a pesar de que su padre le repitiera a diario que la potestad de su señor se mide por la soberbia del mayordomo.

Había noticas de él en la ciudad, en los cafés del centro, en los que aterrizaban como murciélagos los mayordomos de las casas vecinas, las amas de llaves, los conductores y el personal de la cocina, pasada la tardecita de los domingos, cuando los condes despedían temprano al personal, algunos como un recurso de sana soledad y todos, sin remedio, como obligación legal. En realidad, eran menos las tasas de café que las copas de ron o las botellas de vino barato que nunca alcanzaban, mediada la cortesía de los propietarios –también ricos comerciantes de alucinógenos – como el combustible para sacar los secretos de sus mejores clientes.

¿Qué desea el señor? – pregunto con una voz ronca de matiz metálico.

Necesito a Robert – contesto con serenidad el hombre que curiosamente revisaba el brillo de sus zapatos.

El señor Robert no está en condiciones de atenderlo por el momento –dijo sin verle a los a los ojos- si gusta puede dejar su mensaje que yo le haré llegar a prontitud.

A la sugerencia le siguió un minuto no tan silencioso, tal vez por el efecto del ladrido de los perros.

Dígale que Edward está esperándolo- continuó el visitante quien, mientras, se sacaba uno de los guantes blancos- dígaselo, seguro que saldrá a mi encuentro.

Discúlpeme pero no lo creo. El señor Robert se encuentra en su dormitorio, como todos los sábados en la mañana, y, si no ha salido para las nueve, es posible que no salga en todo el día.

¿No cree que deba ser un arrebato de soledad?- Dijo Edward ya con las manos libres -Las personas famosas sufren de eso Henry – y la mirada del cuidandero se poso en él por primera vez, quizás por mencionar un nombre, casi en desuso- pero no hay problema, acérqueme a su puerta y ya verá como después de una pequeña conversación retoma ese cándido humor por el cual le tenemos tanto cariño.

En un acto de vandalismo, para la época, le puso la mano izquierda sobre el hombro correspondiente, que todavía erraba en la puerta entre abierta y lo miro fijamente mientras se acercaba mas a su rostro sorprendido. Con una voz más baja, casi susurrante, dijo ahora, seguro de impedir un probable portazo en la cara con la punta del zapato negro inmaculado, debida inclinación, en milisegundos, para corroborar que el brillo permanecía. La orden fue precisa: “Deseará no haberme enfadado…hagamos esto pacíficamente”

No creo que sea el indicado para decírselo o para comprobarlo, pues puedo ver en usted a una persona astuta - le decía con un tono militar, ya dentro de la casa, mirando para todos los lados posibles y casi empujando a Henry - lo único que puedo decirle es que, para el día de hoy, ese encierro es a causa mía. Dígale que soy el amigo Edward y que estoy aquí para esperarlo en el estudio. Pero que mi espera no será perpetua y se reduce a la caducidad del día; y si es preciso, con toda la vergüenza que para el significa, echará la puerta abajo y eso –su jefe lo sabe muy bien- no es una exageración.

Henry obedeció.

Dígame Henry – le dijo mientras se acomodaba en el sillón enorme de cuero sin pliegues, a donde lo había llevado antes de subir con el mensaje - ¿Qué hace usted para ponerle emoción a su vida? Todos necesitamos de una actividad, un incentivo, donde sentirnos arrebatados por el triunfo, por el vértigo. Algunos practican un deporte, otros invierten en la bolsa, crean o perfeccionan negocios, algunos, incluidos su ex – jefe, prefieren el juego.

noviembre 18, 2010

Sin remitente

Al reverso venia pintado un Hippocampus, el papelito, de un blanco impreciso, había resultado inesperado dentro del libro de biología. Las frases no eran menos de cuatro, pero resumían todo el rencor de una mujer ofendida. El dibujo, contradictorio para el mensaje, estaba dibujado con calma y coloreado, si los tonos de grises pueden asociarse bajo esta definición, siguiendo la dirección de los anillos que enmarcan el cuerpo rígido. En los ojos había puesto una de las piedras de fantasía, del color de los rubíes, cuidando en dejar los ángulos más agudos se apoyaran sobre el papel; unas baratijas que guardaba en una cómoda que ayudé a construir. El cajón inferior –he repetido, que fue por las instrucciones ambiguas del libro de instalación- tiene un juego especial, de jalonazos rápidos, para poder abrirse. Agradezco que me escribiera. Que se tomara el tiempo para maldecirme. Así les compruebo que, hasta en los peores momentos, siempre hubo comunicación entre nosotros.

noviembre 15, 2010

Me gustaría extrañarte

El olvido y sus contradicciones. Leemos para sumergirnos, escapar, recordar, hablarnos a nosotros desde la biblioteca universal, desde las palabras que otro organizó. Muchas veces el tiempo no reside, pasa nervioso, como mi viejo, que siempre se quitaba los zapatos para no despertarnos en la noche, en sus días de tragos, pero que por desgracia, las escaleras viejas lo delataban siempre; de igual forma ante una lectura que nos hace apóstoles en fe ciega. Tomamos fotografías, grabamos videos, componemos un diario. Queremos que todo se quede tal y como está, o fue. La memoria es como un jarrón de icopor, llena de poros, inestable. Quisiera recordar el placer de una lectura, la forma en que estabas vestida ese primer día, el olor de la piel en retrospectiva, como la primera emanación del chocolate caliente, alborotando los sentidos. Quisiera recordar completo, me explico: traer todo el paquete sensorial de un momento en particular; es imposible, mucho se pierde, se olvida. Peor aún, mi memoria es terrible. Lo demuestra el hecho que ahora disfruto de las re-lecturas y lo hago como si fuera la primera vez que leyera esos libros. Tengo un montón de fotografías que muy a menudo me sorprenden, ¿eso soy yo? - digo. Leo mis pocos diarios y los encuentro lejanos, como si escribieran de otra persona. Aunque agradezco tener esa pésima memoria, le debo un beneficio: olvidarte pronto y dejar de sentirme así. Sin embargo: me gustaría extrañarte.

El regreso II

Se encontraron el otro día en el café. Un café cualquiera. Rita en uno de sus mensajes había hablado de este tipo de lugares en la literatura, al menos, en la literatura que ella frecuentaba. Si alguien –decía ella- quería encontrarse en uno de esos libros elegía un cine, un parque o una cafetería, o un café, como se le ha llamado últimamente; antes, en una cafetería, servían café y algunos panecitos, se fumaba, se jugaba al billar; ahora, un café, es lo mismo, pero sin el cigarrillo y la mesa de billar. Por casualidad, como esos libros de barata, no existió un lugar mejor que Donato, la cafetería menos pública del sector, un poco romántica por las luces altas y amarillas, algo que debería haber hecho sospechar a José Enrique.

¿Que es lo que enseñas allí?-dijo ella

Formulación y evaluación de proyectos de inversión.

¿No crees que la elección del oficio del personaje es una tarea complicada? – Continuó después de llevarse al tasa al boca- lo digo porque si fuera una escritora verdadera y tu mi personaje elegiría a un profesor universitario, un tipo que diera una clase parecida a la que das tu, finanzas o administración general, con lo que una revisión no tan exhaustiva de los títulos de algún libro, algún lugar común, total, lo demás es saber disimular…

Puede ser, pero algún administrador que leyera ese libro sabría del engaño.

¿Engaño? Si es que casi toda la literatura es un engaño, solo que los grandes escritores nos vuelven las ilusiones mundos deseables, instantes memorables, momentos perfectos…mira, creo que engañar no es más que uno de los principios de la sobrevivencia del hombre en la tierra, las ciudades, la civilización, el progreso, no son más que ilusiones, artilugios que no responden a un orden, son inventados, no son ciertos.

Responden a un orden, a nuestro orden.

¿Acaso que estudiaste tú José? – preguntó con la sonrisa impertinente de los que buscan hacerse de motivos.

Administración de empresas.

¡Bravo!, la profesión menos problemática para un escritor. Además, ¿qué podría decir un personaje como tu?, algo así como: vengo de la universidad tal, o estudio en la universidad tal, trabajó en una empresa tal; estudiaba en las noches y con mucho sacrificio un posgrado, mi desempeño me llevo a dictar clases en la universidad... redondo, ¿no crees?

A nadie le interesaría conocer la vida de tu personaje si esta no aportara algo a la historia, son unos referentes cualesquiera, pero deben ser relevantes para darle un carácter al personaje, incluso, si esa vida que cuentas sea parecida a la mía, el personaje que captures en tus páginas nos se parecerá en nada a mí.

¿Adivine? –Rió complacida- ¿No me digas que mi ficción es tu realidad?

noviembre 08, 2010

El regreso

A la espera del anuncio, tomó su cuarta tasa de café cerrero preparada por el mismo ante la adversidad de la diabetes: un signo fatal en su anónima pero prolífica genealogía. Dentro de las ramificaciones algunos pocos de renombre, muchos conformistas, dos suicidas, un cura, un posible homosexual, y, por el momento, ningún escritor famoso. ¿Debería asumir con valentía esta terea? –se preguntaría en voz de uno de sus personajes.  Y no hizo más que conformarse con el destino.

Un papeleo insistente lo perseguía por cada pulgada de su escritorio victoriano, cada palabra suya hecha presa de la tinta y cada idea contenida, en estrechez, en la pobre sintaxis de los nacidos bajo la mecanografía de índices y pulgares. Se amontonaba en las hojas cuadriculadas, sin enmiendas, salidas todas en automatismo del escribidor – troquelador; automatismo en una línea de producción: las letras y los párrafos como quien vende arepas y necesita vender mucho para ganar algo. Regresaría y lo sabia en el mismo momento de la despedida aunque quería recibir de su público algo de aclamación, una llamada, un e-mail…Y lo recibió todo, incluso una llamada extraña en horas incomodas, navaja filosa para un matrimonio inestable. Terminó la tasa quinta, o la quinta tasa, por ello de los giros literarios, a eso de las once menos cinco, y leyó algunos de los mensajes, con detenimiento y alborozo, antes, claro, de la llamada.

Del automatismo hizo carrera y de esa especie de posesión literaria, como el médium que invoca al pequeño Larousse ilustrado, conquistó cada tonta primeriza universitaria. Rita María, quien había llamado esa noche, más que una seguidora, una bloguera, es una mentirosa metódica, cruel asesina de palomas y traficante de monografías o tesis de grado para la universidad donde Enrique es profesor. José Enrique Bustamante, señor por el bigote, acumulación de lípidos y algo de calvicie prematura, sin embargo, aún sigue en los treinta, seis, para ser exactos; había sido, por el azar de una moneda de doscientos, la nueva fuente de ingresos para Rita, quien estaba hasta las braguetas de redactar, leer y fusilar. Fusilar, como un sinónimo de fraude.   

Quiero uno para mi, solo para mi- decía Rita; él, claro, estaba en la fría extensión de la terraza, el lugar menos público de la casona, lejos del espectro radiofónico de los oídos de su esposa; ella secuestrada, afortunadamente, al lecho, por un lumbago incapacitarte de los fríos bogotanos. Mándame uno, no sabes cuanto lo necesito. Mientras fumaba recordaba esas últimas palabras, y recordaba a un poeta autentico cuyo soneto hablaba de las necesidades especiales, las suyas y las de Rita María: la debilidad del artista, su público, la del criminal: la victima.

Continuará....