febrero 11, 2010

Un Mundo sin Dios (parte uno y medio)

Camino largo y sin sombra bajo los arboles. Pocos arboles en la planicie. Imaginar que el calor es constante parece contenido en aquello de las sombras inexistentes. Han transcurrido unos cientos, miles de años, después de la expedición a los arrugados pliegues de la creatividad, grises por anatomia y resguradados de los golpes por una rigida corteza, que los aleja de la agresion del medio hostil, como si por motivos misteriosos el creador de la realidad observable quisiera tener un seguro contra lo que ha creado.

Vivimos más juntos ahora porque la seguridad asi lo amerita. De alguna forma redugimos el tamaño de nuestra libertad, que se expandia por bosques, selvas y llanuras, para reducirla a un caserio. Los caserios crecen y nacen las ciudades. Las leyes deben existir porque se han escuchado rumores que algunas tribus se comen al projimo asado, sin remordimiento, pero con pesadez estomacal. Una norma sigue a la otra, y de la moral empezamos a saber como una prima fea con cuerpo sensual, que aveces muestra sus muslos debajo de la mesa y en otras nos golpea la mano por sorber del plato.

Y nuestra creación perfecta tomo vida propia. Se ha hecho construir unos edificios y ha reclutado indefensos. Algunas lo escuchan, traducen sus designios, confieren el poder; otros huyen loma arriba, sacan la limosna y repiten el mantra; pocos son los que estan tranquilos en la desconfinaza, los que pueden ver la lluvia como agua que se precipita y no como lagrimas de un ser. Ahora la idea de perfección que habiamos diseñado se nos regresa mordiendo la mano del que le dió de comer, ahora ella les dara sus migas y les atara de mansos y pies mientras, regla en mano, les enseña una lección.




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