Con la frase: "igual es mi miedo al pasado como el miedo a la sombra" termina Lucrecia el diario que es solo un cuaderno común de colegio en el que los últimos seis meses escribió acerca, y en forma constante, minuciosa, su miedo a la propia sombra. Esta es una extraña condición donde la persona teme a la proyección oscura que de su cuerpo lanza, en el espacio, y en dirección opuesta, a aquella por donde viene alguna luz. Condición (casi como una enfermedad) que no ha sido bautizada aún con una palabra que termine con el sufijo -fobia. Algunos han llegado al consenso de llamarla Umbrafobia, que es la unión de la palabra sombra en latín y del sufijo mencionado. Han sido pocos los casos reportados y entre esas pocas evidencias, que algunos investigadores han resaltado -tal vez porque no quieren cargar con el descrédito- como rigurosas y detalladas. Por el contrario, más bien podríamos clasificar estas investigaciones como incompletas y/o sospechosas. Sin atenuantes, y para fortuna de la investigación siquiátrica, nos encontramos frente a una excepción.
Lucrecia nació en la localidad más extensa e inhóspita de la ciudad de Bogotá, Sumapaz, resumida como una basta región fría de paramos y de pastizales. Creció en una familia campesina acomodada que tenia extensos cultivos de papá tanto en la localidad como en el departamento de Boyacá, del cual el apellido paterno es originario. La familia era numerosa pero bendecida (recordando las afirmaciones claras y en voz alta, algo ronca, de don Froilán) con seis varones fuertes y obedientes. El séptimo, y esto es también una afirmación familiar, es más una maldición equivocada, que un barón a la mitad. La niña, quien no pronuncio palabra hasta los 4 años, y al que el abuelo Leónidas le había puesto con cariño el apodo de la muda, siempre fue tan extraña como su enfermedad.
A la oscuridad, por el contrario, nunca le tuvo miedo. El pasado era distinto porque siempre se veía reflejada como la otra parte oscura que nunca podía esconderse. A la luz, merecían los versos, podían verse tanto los rasgos como la proyección obscena de las siluetas, unos contornos que ondulan por las piedras o los muros mientras se camina. Un pedazo de realidad óptica con los corpúsculos de vida incluidos y en una vida alterna, otra realidad que no se puede desprender, salvo se apaguen las luces. Y así lo hacia, desde cuando se sintió perseguida por el individuo, al que no reconocía, al que odiaba y por ello temía. Se encerraba en un cuarto. Antes, tapaba metódicamente cualquier filtración de luz solar y se quedaba allí disfrutando de su propia esencia sin reflejo, sin color. Lo primero y más propicio en desarrollar fue el tacto, con quien presenciaba una realidad ocular, sin la continua distracción de la retina. Un pañuelo doblado cubría sus ojos, por seguridad y porque la presión ejercida sacaba los mándalas multiespectrales de dentro, y sin una comprobación, del claustro sabio de un cerebro evolucionado, con miles de códigos almacenados. ¿Pero si cubrirse los ojos disminuía la sensación de peligro, porque no cegarse por completo? Fácil, al negar la existencia visual de la sombra no elimina su prolongación real mientras existiera luz: eso por otros millones de años. Porque, además, presentía el movimiento detrás de ella; incluso, la escucharía rozar las hojas, mientras sus pies reales las hacían crepitar. El juego no era el correcto, debía ser una sola entonación, un único machaque. No quedaba más remedio que morir.
Así lo hizo, no sin antes terminar su diario que escribía con garabatos poco ininteligibles.