Sobre el escritorio dejó el papel golpeado. Tan arrugado por la rabia como por los doblesces del amor. La constreñida locomoción que afecta a los iracundos le hizo salir del estudio y de la casa, dejando la puerta abierta; la misma puerta que permanecía con seguro la mayor parte del tiempo. Salió deprisa, no sin antes lanzar una mirada diabólica a la mujer que, en ese intante, subia con la charola trayendo el café y las galletas de la tarde. Bajó las escaleras con vehemencia acompasada metido en las pantuflas, sosteniendose del pasamanos temeroso de otro accidente.
Francisca, la institutriz -en un tiempo amante discreta-, resuelve, por los efectos embriagantes de la curiosidad, entrar al único lugar vetado en la intimidad del señor Lombardo. El cuarto de estudio:"la morada del geronte". De un vistazo rápido observa los estantes de madera y las pinturas en la pared; se acerca al solidario, que es como lo llama, y deja sobre él la charola de plata. Él: enorme escritorio de madera macisa; al cual rodea, e incluso uno sobre otros, los habituales peredengues y abalorios del escritor amateur. Incluso en la hojarazca desordenada de los papeles, una hoja arrugada fructifica; Francisca la compara como a un sombrerillo de hongo en el piso del bosque, donde solia ir en otoño, en los años cuando los señores daban un mes de vacaciones y Praga todavía era económica.
Las lineas, en una escueta letra algo inclinada, no armaban tres parrafos. El primero trataba de una deuda vencida. El segundo, algo confuso, sobre la urgencia de una salida negociada o del ofrecimiento de un intercambio favorable. El último, finalizado en puntos suspensivos, como hecho extraño y aterrador, mencionaba mi nombre completo: Francisca Roberta Duschen, con el apelativo: la hija que debiste cuidar.
Francisca, la institutriz -en un tiempo amante discreta-, resuelve, por los efectos embriagantes de la curiosidad, entrar al único lugar vetado en la intimidad del señor Lombardo. El cuarto de estudio:"la morada del geronte". De un vistazo rápido observa los estantes de madera y las pinturas en la pared; se acerca al solidario, que es como lo llama, y deja sobre él la charola de plata. Él: enorme escritorio de madera macisa; al cual rodea, e incluso uno sobre otros, los habituales peredengues y abalorios del escritor amateur. Incluso en la hojarazca desordenada de los papeles, una hoja arrugada fructifica; Francisca la compara como a un sombrerillo de hongo en el piso del bosque, donde solia ir en otoño, en los años cuando los señores daban un mes de vacaciones y Praga todavía era económica.
Las lineas, en una escueta letra algo inclinada, no armaban tres parrafos. El primero trataba de una deuda vencida. El segundo, algo confuso, sobre la urgencia de una salida negociada o del ofrecimiento de un intercambio favorable. El último, finalizado en puntos suspensivos, como hecho extraño y aterrador, mencionaba mi nombre completo: Francisca Roberta Duschen, con el apelativo: la hija que debiste cuidar.