Un sábado, víspera de las fiestas, sentado frente al monumento, sacando punta al lapiz, recostado sobre la banca de madera, con el cuaderno abierto, las ideas frescas, un poco de sol, llegaste para arruinarlo todo.
Viendo la acequia del camino, me había imaginado la estatua del fundador como una marioneta del artista; mirando el agua escasa deslizarse sobre la superficie lamosa del fondo arcilloso, quise inventarme un nuevo personaje: el fundador perverso que jamás durmió una noche en su ciudad y prefería quedarse en las haciendas de la periferia, contemplando las extensas plantaciones de caña y engatusando a las mulatas hijas de los cortadores. El fondo impermeable que cuando llega agosto se cuartea por causa del calor excesivo, tal vez un patrón predecible del relato sobre los próceres: grandilocuentes tratados históricos que no resisten la inspección de la conciencia o el mudo reclamo de los perdedores.
Mi caricatura llevaría al Fundador al margen de los acontecimientos y lo degradaría a un ordinario caza fortunas. Sin embargo, mientras hacia los primeros óvalos de la cara, llegaste para arruinarlo todo. Metida totalmente en el futuro cercano, de las cabalgatas, el furor y la salsa; madrugando como siempre a mantener esas caderas torneadas y el abdomen totalmente plano, no pudiste dejarme sólo allí, con el fresco aire de la mañana, rescatando de la estatua de bronce una probabilidad de acierto, una manera de entenderme, de rastrear nuestro flagelo; no, tenias que mostrarte con esos trajes deportivos al cuerpo y revolverme las ideas con el sensual acento caleño y la voluptuosidad de las mulatas.
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