Así, mientras bostezaba, entendio cual sería el método. Agustín llegaría en la noche del jueves a la cima del cerro de Cristo Rey, en consecuencia caería desgastado por el viaje cósmico. Sus ánimos, y anima, no se percatarían del acero escondido en la chaqueta ni podría oler las malas intenciones. No por ello, conociendo la asicante malicia del monstruo angelical, tendría que hacer de alma temerosa y tratar de no despertar la menor sospecha. Una gota de sangre bastaba o en su defecto un rastro de alas. Correr, en los dos casos, no era opcional, menos con todas las fuerzas.
Satisfecho por la genialidad de sus planes, volvió a la imagen de la mujer. Marcó el número telefónico en la tabla guija y hablaron por horas, hasta el amanecer, hora en que la conexión se volvía imposible. Las letras y números del indicador piramidal confirmaron que Eliana lo quería aún, en tanto las calamidades de los residentes no la atormentaran demasiado. Eliana, cuyo nombre le resiste a la vida pasada, a veces emerge en la escritura posesa de algún comensal del restaurante, mensajes que son más confidenciales puesto que la guija es evidentemente chuzada por los altos mandos.
Del otro lado del comunicador, en algunos apartes de la conversación, pudo entrever las mustias honras de la perversidad, algo más que esloganes institucionales. De ello se limitó a preguntarse: ¿Que clase de pactos nos libran del infierno? mientras apuraba los huevos, esa mañana del jueves, día del ángel caído –y apuñaleado.
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