Gustosa me iría contigo al laberinto -me escribió en la servilleta - seguro saldríamos en un instante; lo único que pido es una antorcha, el esfínter más elástico y un residuo de Adonay. Esas son mis exigencias, tómalas o déjalas.
Mi nombre se veía borroso debajo del texto, pero se podían encontrar las oes siempre atentas, como unos ojos que le dan sonido a dos consonantes débiles. Mi nombre, a diferencia de lo que creen muchos, todavía me es extraño. Al arrugar el papel, y arrojarlo en los reciclables, comprendí que lo único difícil era la divinidad embotellada, porque un esfínter saldría de la anatomía de un cerdo, tan parecida a la humana. Así que me enmascare con el casco y prendí la moto, a unos veinte kilómetros había una granja y el dueño me debía varios favores. El hombre del restaurante, indeciso, me preguntó por la paga del desayuno -por las frases en la servilleta me había olvidado de cancelar la cuenta- pero desde mi insolencia consabida le grite que lo anotara en el cuaderno, que nunca se habían retrasado más de dos meses. Tenía los bolsillos llenos, pude haber pagado en seguida. La motocicleta rugió y deje al hombre con medios pulmones repletos de monóxido.
A la vuelta de la granja el esfínter flotaba en un frasco lleno de alcohol antiséptico. La maquina estaba sedienta de combustible y la cabeza me hacia enredos imaginando la obtención de la esencia. Paré en el motel Sunrise, donde había una gasolinera. Alquilé una pieza en el segundo piso, dentro, acomodado, encontraría la forma de robarle algo de su decadencia al ángel que me trajo hasta el poblado, a veinte minutos de Santiago de Cali. Agustín, lo llamaban, y de ángel solo tenia las alas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario